Este fin de semana no es que saliese de la zona de confort. Es que un poco más lejos y no se volver. Tocaba la quedada otoñal del Ebro, ya la número 10. He ido a unas cuantas de ellas de diferente rollo. Yo solo con mi kayak, con mi hijo o con mi mujer. Este año la excusa era enrolar a dos amigos kayakistas que no habían debutado en el Ebro. Además en una apuesta arriesgada pinché a mi hijo a intentarlo en un kayak individual. Él ha navegado mucho en kayak doble, pero por una razón u otra no se ha soltado en k1.
Dirás que yo solo iba de taxista, pero no. Todos los años navego por el Ebro, y este 2017 no lo había hecho y ya me empezaba a sentir alterado como un gremlin en ramadán. Necesitaba mi dosis fluvial. Por eso el día de la quedada estaba marcada en rojo en mi calendario. Pero unos jornadas antes la ilusión se fue tornando en canguelo. Daban mucho viento y yo sabía -de otras veces- lo violento que puede llegar a ser en el valle del Ebro.
Por mis amigos no padecía, ellos tienen madera kayakista y su propia familia sufridora. Pero con mi hijo tenia dudas. No quería que fuese una experiencia negativa. Hasta el último momento intenté convencerlo de hacerlo en el kayak doble, pero me tuve que rendir al ímpetu adolescente, y cada uno iria en su kayak. Y por supuesto él con el de fibra «que corre más, papá».
Con ese panorama me guardé dos ases en la manga. El primero el cabo de remolque, por si se le acababan las pilas al chaval. El segundo era que terminase en el primer lugar de desembarco (Miravet) y que luego fuéramos con coche a rescatarlo. Mi cabeza era una coctelera de sentimientos. Emoción, miedo, ilusión, dudas…. Para complicarlo todo tendría que debutar llevando tres kayaks en la baca. Sobre el papel todo es fácil, pero todo colocado, el naranjito que iba boca arriba, apoyado sobre los cascos de los de plástico, se movía.
Iba bien sujeto, pero ese pequeño desplazamiento no molaba con el vendaval que teníamos desde el minuto cero. Mis miedos se confirmaron con el primer bandazo por culpa de una ráfaga de viento. Tocaba ser conservador y como la canción, ir «despasito» por la nacional. Llegamos a Ca la Nuri en Garcia, solo con ganas de cenar y camita.
Por la mañana no había viento, pero al bajar a Benifallet si que soplaba fuerte. Eso significaba que por la dirección del aire, y las montañas por la tarde íbamos a sufrir. Pero eso era futuro por venir. Por eso cuando me eché al agua en Garcia me dediqué a sentir el calorcito del sol de noviembre. Y los colores del bosque de ribera, que en otoño dan su mejor color. Me había ganado disfrutar esos placeres. Mi única distracción era no perder de vista a mi hijo por si se metía en algún apuro. Ya con todos en el agua hicimos camino. Íbamos todos muy juntos pero en la illa de Sovarrec nos separamos un poco.
Tras pasar el puente de Mora, nos metimos por el Galatxo. A partir de ese punto el viento apareció, aunque por suerte nos ayudaba un poco y sumaba a la fuerza de la corriente. Aun así mi hijo y yo nos quedamos de los últimos. De todas formas las sensaciones eran geniales, y menos por unas ampollas que toreamos con unos guantes, nuestro ritmo era lento pero firme. Todo iba como la seda.
Llegar a Miravet a comer con ese sol y con la moral alta fue un regalo. Esta vez nos recibió la pintada de «llibertat pels pressos politics». Prefería aquellas de «no al transvasament», «lo riu es vida» o «no al cementeri nuclear». Las entendía más. La de este año parecía pintada por críos y eso no me mola porque creo que es mejor dejarlos fuera de estas historias de mayores. La comida fue rápida como todos los años, porque las horas de sol vuelan en noviembre.
La calma duró hasta llegar al Pas de Barrufemes, donde el viento empezó a apretar de lo lindo. Con paciencia y pegándonos a la izquierda mi hijo y yo lo negociamos. Solo me asustaba por los árboles de la orilla. No veía descabellado que alguno nos cayera encima sin poder llegar a decir Pamplona. Con algunas ráfagas se levantaban rociones que formaban pequeños torbellinos. Yo no lo había visto en el Ebro. Lo que si comprobé es algo que se. Siempre que tienes que estar un día kayakeando con viento, en algún momento lo tienes en contra.
Como decía Anibal del equipo A «me encantan que los planes salgan bien». Casi cada año el tiempo siempre saca sus garras en esta otoñal y la mayoría de veces se modera. Y esta vez no ha fallado. Volví muy cansado a casa pero ilusionado por haber envenenado a mis acompañantes para la próxima quedada primaveral en el Ebro.